miércoles, 20 de febrero de 2008

La travesía de Steven Klein, por David H. Alfaro

...lo despertó el sonido de una sirena lejana; intentó recordar donde estaba, pero todo esfuerzo fue en vano. Empezaba a amanecer, así que decidió quedarse despierto en la oscura y fría celda que lo acogía, iluminada por una pequeña ventana a través de la cuál no podía distinguir más que una pared gris al fondo de lo que parecía ser un patio encementado.
Así pasaron dos días, en la humedad de la pequeña pieza, en la espera de lo desconocido. Afuera no se distinguía ningún alma, no se escuchaba ningún ruido; era un silencio sepulcral tan hondo que podía aturdir los oídos de cualquiera que no tuviera la voluntad de soportarlo.
Entonces, antes de que el segundo día finalizara, escucho unos pasos acercarse; una voz en portugués preguntando si había alguien con vida. Como conocía un poco la lengua, enseguida respondió a gritos que lo sacaran de esa prisión.
En cuanto se abrió la puerta recordó todo. Su nombre era Steven Klein, piloto aviador era su profesión y su nave había sido dañada, ocasionando un grave accidente que lo hizo perder la conciencia. De ahi no podía recordar nada. Sin fijarse en la identidad de su salvador echando a correr a la velocidad que la poca energía que le quedaba le permitía. Su arduo entrenamiento en la fuerza armada Danesa le había enseñado a correr largas distancias sin descanzar, pero su hambre fue mayor, y en cierto punto sintió que sus piernas flaqueaban y que no podría dar un paso más.
Entonces divisó un poblado en el horizonte. El sol del atardecer manchaba de rojo las olas del mar mientras pequeños y grandes navíos se acercaban a la orilla.
Cuando la noche hubo caído, se encontraba entrando al malecon de la ciudad. Una música melancólica inundaba el aire, que se mezclaba con el aroma de los mariscos recién cocinados y las voces de los soldados americanos que bebían la última cerveza europea antes de volver a casa. Entonces tomó un diario del suelo y descubrió que el infierno había terminado. La segunda guerra mundial había llegado a su fin. No le importó no lograr entender la otra parte de la noticia, porque con el sólo hecho de saber que no sería perseguido más por sus creencias religiosas, y que podría volver sin temor con su amada prometida, de nombre Elise Leibnitz, que lo esperaba en la ciudad de Copenhagen, Dinamarca, para unir sus vidas para siempre.
Un rúgido de sus entrañas lo hizo bajar de las nubes de nuevo y lo que hizo enseguida fue comenzar a pedir limosna para así poder comprar un poco de comida. Pensó que sus ropas harapientas lo ayudarían a conseguir un poco de caridad por parte de los habitantes de lisboa. En ese momento un soldado americano se le acercó y le habló en inglés. Obviamente, no pudo comprender una palabra de lo que el soldado americano decía, pero se dio cuenta que sus intenciones eran buenas, cuando señalo el bordado de cruz roja que llevaba su camisa, debajo del bordado de la honorable bandera de Dinamarca.
-You've just been liberated, right? -Dijo el soldado americano. A lo que Klein no dijo una sola palabra, pues no había comprendido la pregunta. Sólo agacho la cabeza. Entonces el soldado le hizo una seña de que se incorporara y lo encaminó hacia el interior de una fonda, donde le fue servido un suculento plato de Pataniscas de bacalhau, platillo que no pudo disfrutar, porque el hambre hizo que lo devorara en menos del tiempo que llevo prepararlo.
-So, you are from denmark? -De nuevo Klein permaneció en silencio. El soldado de nuevo señalo su camisa, pero esta vez a la bandera de Dinamarca. Klein entonces asintió. El soldado le hizo una seña y salieron a las poco iluminadas calles de Lisboa. El soldado, de nombre Ian Samborns, encendió un cigarrillo y le ofreció uno a Klein, este tomo el cigarrillo y le dió una fuerte aspirada, como si se tratara de un aire más vital que el que se necesita para respirar. Klein saco entonces una fotografía maltratada del fondo de su bolsillo y se la mostró a Samborns. Se trataba de su amada Elise, la cual lo esperaba en Copenhagen para desposarlo. Le hizo señas a Samborns en cuestion de saber si había alguien esperándolo en América. Samborns negó con la cabeza y sonrió irónicamente. Entonces sacó un rosario de su bolsillo, dando entender que su oficio era el sacerdocio y ayudar a las personas su vocación.
Antes de que steven mostrara una reacción al respecto (pues éste era judío), Samborns señaló a la derecha, hacia donde se encontraba la estación de ferrocarriles. Un tren a España partiría en cinco minutos. Klein estrechó la mano de su americano compañero y corrió para alcanzar a subir de polizonte al vagón más cercano. En cuanto la máquina de vapor echó a andar sus máquinas, Klein quedó profundamente dormido, y no despertó hasta que las primeras luces del alba iluminaron la ciudad de Madrid.
Una vez despierto intento pasar desapercibido en la estación de ferrocarriles, para que nadie notara que había un polizonte a bordo. Fue entonces cuando se dio cuenta de su situación. Sus ropas estaban maltratadas, tenía días sin afeitarse y su cuerpo despedía un olor desagradable. Si quería llegar a Dinamarca necesitaba verse mejor. Pero no hablaba español y nadie le iba a dar un trabajo con ese aspecto. Así que optó por cometer un acto de delincuencia antes de partir de Madrid. Se fue por la calle llamando a todas las puertas pidiendo algo de comer, hasta que finalmente hubo una puerta en la que no le abrieron. Entró a la fuerza, pero guardando muchísimo silencio. Cuando finalmente confirmó que la casa estaba vacía, tomó una ducha varias prendas de un armario que guardaba ropa de varón, de obvia clase alta, que le quedaba un poco ajustada, pero era eso sus maltratado uniforme. Cuando disponía a irse, escucho actividad en la entrada principal. Inmediatamente tomó su boina del ejercito danés y se escabullió por una ventana hacia el callejón.
Las siguientes horas vagó sin rumbo por las calles principales de Madrid, como si esperara encontrarse a algun conocido. Cuando su misión autoinflinjida se vio fracasada, se sentó en la plaza de cibeles a contemplar su sombrero, con un nudo en la garganta que le hacía sentir que romperia en llanto en cualquier momento.
Entonces levantó la mirada y vio un carro del ejército francés que llevaba la misma insignia de la cruz roja que llevaba su sombrero. Corrió hacia él, quería saber si lo podían ayudar a viajar de vuelta a Dinamarca, donde lo esperaba su amada Elise para casarse.
Llegó ante los franceses corriendo eufóricamente y señalando el bordado de la bandera de su país que se encontraba en su boina, junto al bordado de la cruz roja. Los franceses se miraban entre ellos tratando de comprender lo que el soldado danés les planteaba, hasta que uno de ellos empezo a hablarle en alemán, idioma que es mutuamente inteligible con el danés. Después de una disparatada conversación, donde Klein les contó su historia, accedieron a llevarlo hasta Toulouse, Francia, ciudad de donde ese pelotón era originario.
Durante todo el trayecto fue platicando amenamente con Ferdinand de LaVille, el amable soldado francés que hablaba alemán dando como resultado una agradable amistad. Ambos soldados tenían una prometida esperandolos en casa, lo que creo una clase de fraternidad y un deseo de solidaridad mutua.
De LaVille, invitó a Klein a quedarse en su casa, mientras encontraba un medio para seguir su recorrido. De LaVille, vivía a las afueras de la ciudad de toulouse, su familia era humilde y se dedicaba principalmente al comercio. Klein fue testigo de como la familia del soldado francés lo recibió efusivamente. Cuando de LaVille hubo contado la historia de Klein, todo mundo se mostró acogedor y le ofrecieron un techo donde dormir, y un lugar en la mesa donde comer.
Asi paso una semana. Klein no encontraba un medio de seguir su recorrido. En un arranque de desesperación estuvo a punto de continuar a pie su travesía. Pero la suerte le sonrió una vez más. Los padres de de LaVille irían a Paris a vender su mercancía.
El camino fue largo y tedioso. Conforme pasaban los días, sentía que Copenhagen estaba más y más lejos. Una vez en Paris, sentía que estaba perdiendo la cordura, necesitaba llegar pronto a su ciudad natal. De nuevo cometió un delito al robar una bicicleta y tomar la carretera hacia Bruselas.
No tuvo problemas para cruzar la frontera Bélga, pues era una época donde todos los soldados volvían a sus países de origen y donde todos los presos de guerra y civiles secuestrados por el regimen fascista volvían a sus casas. Cuatro días después de haber salido de Paris llego a Bruselas, durante el trayecto se había alimentado sólo de pan, queso y vino que los padres de de LaVille le habían otorgado amablemente. Al llegar a bruselas, tenía doce horas sin probar un bocado y el hambre le empezaba a jugar malas pasadas. Una vez en el centro de la ciudad capital de Bélgica intercambio su bicicleta por medio saco de fruta fresca. Se sentó en una de las calles a devorar las frutas, cuando derrepente escucho un susurro que le sonó un poco familiar. Venía de una casa. Se asomó tímido por la ventana y entonces pudo distinguir lo que las voces emitían. Era una letanía perteneciente a su órden religiosa. Pero su sorpresa fue mayor al reconocer la cara de la persona que la profesaba. Era un antiguo compañero de guerra, que al parecer había encontrado su nuevo hogar en la capital Belga.
Einar Haggen, de nacionalidad danesa también, dedicó toda una tarde a contarle a Steven Klein como había terminado en Portugal. Le ofreció una cena decente, ropas nuevas y un carruaje que lo llevaría hasta Ámsterdam, capital de los países bajos. Así mismo le dió la dirección de un amigo que le daría trabajo en un barco que lo llevaría de vuelta a su ciudad de origen.
Finalmente Klein llegaba a Copenhagen. En el trayecto logró mandar una carta a su amada Elise Leibnitz para anunciar su regreso. Después de un largo mes de andar viajando por toda europa finalmente llego a sus brazos y celebró sus añoradas nupcias.

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